¿Has escuchado alguna vez a alguien decir que estaba “nervioso como un flan” justo antes de hablar en público? Felicidades: acabas de topar con un símil. Y aunque suene a ejercicio de la secundaria, los símiles no son solo decorativos: pueden ser herramientas poderosas para dar forma, ritmo y sentido emocional a tu discurso.
Eso sí, como todo recurso expresivo, si te pasas, en vez de conectar con la audiencia acabarás sonando cursi, pedante o rimbombante.
¿Qué es un símil y por qué importa?
Un símil es una comparación explícita entre dos elementos distintos, unida por “como”, “igual que”, “tan… como”, etc. Sirve para ilustrar una idea abstracta mediante una imagen concreta y reconocible. En oratoria, esto es oro: convierte lo intangible en visible, y lo aburrido en memorable.
Según el Diccionario de la lengua española de la RAE, un símil es “Comparación o semejanza entre dos cosas”.
Por ejemplo:
- “Nos movíamos como pez en el agua”.
- “Estaba tan perdido como un pingüino en el desierto”.
- “La gestión del cambio sin comunicación es como una orquesta sin director”.
Y si tu audiencia sonríe, visualiza o asiente… misión cumplida.
¿Por qué funcionan?
Los símiles activan lo que los psicólogos cognitivos llaman procesamiento dual: combinan el pensamiento lógico-verbal con el imaginativo-visual (Paivio, 1986). Esto mejora la retención del mensaje, especialmente si la imagen conecta con experiencias compartidas. En otras palabras: los símiles hacen que tu idea se pegue como chicle a la memoria de tu audiencia.
La autora Lynn Meade, en su libro Public Speaking: Concepts and Skills for a Diverse Society, dedica un capítulo entero a esto: cuando los símiles y metáforas están bien elegidos, refuerzan el tema central del discurso. Son como el hilo conductor, pero con más gracia.
¿Cómo se usan (bien)?
Un buen símil es:
- Visual (“tan caótico como un lunes sin café”).
- Conectado con la experiencia del público.
- Sencillo (nada de florituras retorcidas).
- Coherente con el tono del discurso.
Un mal símil, en cambio:
- Suena forzado o anticuado.
- Es demasiado local o culturalmente opaco.
- Se acumula en exceso, como en ciertos discursos que parecen más una lista de proverbios que una exposición clara.
Consejo de entrenador: si tienes más de tres símiles en diez minutos de discurso, revisa. Y si cuando los compartes con alguien antes de la presentación encuentras caras de confusión, replantea.
Ejemplos populares
En el ámbito hispanohablante también abundan los símiles que, por cotidianos o inesperados, se han hecho memorables. Muchos vienen del refranero, otros del humor:
- «Más perdido que un pulpo en un garaje.»
- «Tan lento como el caballo del malo.»
- «Moverse como pez en el agua.»
Estos símiles conectan porque están en el habla popular, evocan imágenes visuales muy claras y tienen ritmo. Lo decía Joaquín Reyes en uno de sus monólogos: “Estaba tan nervioso como una monja en un after”. ¿Gráfico? Mucho. ¿Efectivo? También.
También autores como Gabriel García Márquez han dejado comparaciones célebres. En El amor en los tiempos del cólera escribió:
“Era tan flaco que parecía que se lo había tragado la tierra y luego lo había devuelto.”
¿Sirven todos estos ejemplos para discursos serios? No siempre. Pero sí demuestran cómo el símil puede instalarse en la mente del público como una pegatina resistente.
Podemos utilizarlos para hablar de…
- «Un proyecto que está siendo como una carrera de obstáculos.»
- «Unos datos que son tan tercos como una mula.»
- «Un mercado que es como un rayo de luz en la oscuridad.»
¿Y si quiero entrenarlo?
Aquí tienes tres ejercicios de entrenamiento para aplicar símiles a tu discurso:
- Traductor de emociones Toma una emoción abstracta de tu intervención (miedo, entusiasmo, frustración) y encuentra una imagen concreta:
Ej.: “Sentí presión” → “como si tuviera que resolver un sudoku en una montaña rusa”. - Comparaciones de contexto Usa referencias compartidas con tu público.
Si hablas a ingenieros: “como un código sin depurar”.
Si hablas a docentes: “como corregir exámenes un domingo”. - Metáfora temática Usa una gran metáfora/símil que atraviese todo el discurso (lo que Meade llama «extended metaphor»).
Ej.: “Dirigir este proyecto ha sido como escalar el Everest: planeamos bien, sufrimos mucho y lo celebramos con oxígeno.”
Como ves, un buen símil no es un florero: es más bien el interruptor que enciende la lámpara de la comprensión. Sirve para aclarar, emocionar y dejar huella. Si eliges bien, tu mensaje no solo se entiende: se recuerda, se comenta y, con suerte, se cita.
Eso sí: si usas símiles como si fueran orégano en la pizza —en exceso y sin pensar— corres el riesgo de que nadie te tome en serio. El público agradece una imagen bien traída, pero detesta sentir que está atrapado en un catálogo de frases hechas.
