Nos han hecho creer que hablar en público es un don. Como si existiera una especie de “gen del carisma” que algunos heredan y otros no. La realidad es otra: nadie nace con ese don. Ni tú, ni yo, ni Barack Obama como puedes aprender en nuestro curso online. Lo que vemos en quienes parecen dominar el escenario es el resultado de práctica, método y entrenamiento.
Y lo interesante es que no partimos de cero: ya contamos con cinco capacidades de serie que usamos a diario y que, bien trabajadas, se convierten en los pilares de cualquier gran ponencia.
1. El cuerpo
Imagina entrar a una sala encogido, con los hombros hacia delante y la mirada clavada en el suelo. No hace falta que digas nada: el público ya ha leído tu mensaje (y no es “confianza”, precisamente). El cuerpo habla antes que la voz, y gracias a las neuronas espejo del cerebro, lo que transmites se contagia: tu nerviosismo puede poner incómodo al público, igual que tu apertura puede relajar la sala.
La actriz y coach de oratoria Patsy Rodenburg lo resume así: “La presencia física es la capacidad de estar aquí y ahora, con tu cuerpo disponible para la comunicación”. Y esa presencia se entrena. Piensa en deportistas como Rafa Nadal: su ritual antes de sacar no es casualidad, es una manera de ordenar el cuerpo para proyectar confianza y control. En la oratoria, ensayar posturas abiertas frente un espejo, practicar la respiración o grabarte en vídeo tiene el mismo efecto: tu cuerpo se convierte en un aliado, no en un traidor.
2. La voz
Se suele pensar que una voz profunda o bonita es un requisito para impactar. No lo es. Margaret Thatcher entrenó durante años con un coach vocal para bajar el tono y proyectar más firmeza. La voz no es genética, es maleable.
Un estudio de la Universidad de Chicago mostró que las personas con voces moduladas y variadas resultan más persuasivas que aquellas con voces monótonas, independientemente de la “belleza” del timbre. La clave no es cómo suena tu voz, sino cómo la usas.
Igual que un instrumento musical, la voz se educa. Con ejercicios de dicción, técnicas de respiración diafragmática y lectura en voz alta puedes ganar claridad y potencia. Y un consejo muy simple: grábate. Nada más revelador que escucharte y descubrir si transmites energía o si pareces un contestador automático.
3. La conexión
Conectar con una audiencia no es un superpoder reservado a unos pocos. Es lo mismo que haces en una cena cuando cuentas una historia y notas si la gente se ríe, si alguien se distrae con el móvil o si merece la pena alargar la anécdota. Esa lectura de señales es instinto social, y se puede trasladar al escenario.
La clave está en estar atento, no en obsesionarse con uno mismo. Amy Cuddy lo dice en su libro Presence: “Cuando dejamos de centrarnos en cómo nos ven y nos enfocamos en la audiencia, todo fluye con más autenticidad”. Un buen ejemplo es Michelle Obama: sus discursos están llenos de guiños a las personas que la escuchan, de contacto visual y de frases que incluyen a la audiencia en el relato.
¿Quieres entrenarlo? La improvisación teatral es un gimnasio perfecto. Te obliga a escuchar, a reaccionar en tiempo real y a adaptarte a lo inesperado, justo lo mismo que necesitas cuando tu público bosteza en la tercera diapositiva.
4. La emoción
Seamos claros: nadie recuerda una lista de cifras. Lo que recordamos son las historias que esas cifras cuentan. Cuando Steve Jobs presentó el iPod en 2001, no dijo “tiene 5 GB de memoria”. Dijo: “mil canciones en tu bolsillo”. Esa es la diferencia entre datos fríos y emoción.
La neurociencia también lo confirma: según el neurólogo Antonio Damasio, las emociones no son enemigas de la razón, son el mecanismo que usamos para tomar decisiones. Así que si quieres convencer, no basta con informar: necesitas emocionar.
Las herramientas son muchas: storytelling, metáforas, anécdotas personales o incluso silencios estratégicos. El humor, cuando es auténtico, también es una puerta de entrada a la emoción. Al fin y al cabo, lo que buscas no es que te aplaudan por saber mucho, sino que te recuerden por haberles hecho sentir algo. En resumen: son técnicas, solo cabe aprenderlas para sacar todo el partido a la emoción.
5. El cuidado
Y todo lo anterior se sostiene en una base: que el público sienta que te importa. No hablas para impresionar, hablas para aportar. Cuando la audiencia percibe cuidado, baja la guardia y escucha. Si percibe soberbia o indiferencia, desconecta.
El cuidado se nota en cómo adaptas tu lenguaje, en si explicas pensando en sus necesidades, en si haces preguntas que les incluyen. Es la diferencia entre un ponente que dice “vengo a contar mi proyecto” y otro que empieza con “hoy quiero compartir algo que puede ayudarte en tu trabajo diario”.
El psicólogo Carl Rogers, pionero de la comunicación empática, defendía que solo cuando mostramos comprensión y respeto hacia el otro logramos un verdadero impacto. En oratoria, ese impacto se traduce en credibilidad. Y la credibilidad es la moneda más valiosa del escenario. Sí, la credibilidad, esa que te tienes que ir labrando a través de tu carrera profesional y personal, tampoco va a caer del cielo como don divino.
Nadie nace con dones para hablar en público, pero todos nacemos con estas cinco capacidades esperando a ser trabajadas. Igual que nadie llega al mundo sabiendo conducir o tocar un piano, la oratoria no es cuestión de genética, sino de práctica. La diferencia entre quien brilla y quien se esconde detrás de unas diapositivas no está en el talento innato, sino en el entrenamiento.
